Fotógrafo Profesional

El país que fue tren

En las afueras de Uyuni, bajo el sol despiadado del altiplano, descansan los restos de un país saqueado. No son simples trenes oxidados: son las ruinas de una promesa rota. Bolivia, en el siglo XIX, era una tierra rica, codiciada. Potosí brillaba con plata suficiente para sostener imperios, y las vías férreas no se construyeron para unir al pueblo, sino para abrirle las venas.

Estas locomotoras, ahora convertidas en esqueletos de metal, transportaron toneladas de riqueza hacia el exterior mientras la pobreza quedaba enterrada en casa. Nadie volvió a mirar atrás. Lo que quedó fueron estos huesos herrumbrosos, vencidos por el óxido, la intemperie… y adornados por grafitis.

Porque alguien vino después. Jóvenes, viajeros, manos anónimas. Pintaron sobre los cadáveres de acero. Dejaron trazos de color, palabras sueltas, símbolos que desentonan y, al mismo tiempo, confrontan. Los grafitis no restauran nada, pero interrumpen el silencio. Gritan sobre el abandono. Son una respuesta salvaje a una historia que intentó quedarse muda.

Fotografié este cementerio en blanco y negro para forzar el contraste: entre el brillo del pasado y la herrumbre del presente; entre la muerte de la maquinaria y la rabia de las pintadas; entre la promesa de progreso y la herencia de despojo. Porque en blanco y negro no hay distracción: solo queda el golpe seco de lo que fue.

Este lugar no es solo chatarra al sol. Es la memoria oxidada de un país que lo tuvo todo y al que le dejaron casi nada. Pero también es un testimonio de algo más poderoso: que Bolivia sigue en pie. Que su pueblo —digno, fuerte, de raíces indígenas profundas— no se rinde. Que su tierra es aún una fuente de sueños, de belleza inmensa y de resistencia cotidiana.

Los trenes ya no van a ninguna parte. Pero su gente, sí.